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Sinopsis de Charles Dickens en Escena
Libro Charles Dickens en Escena
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Era el 28 de diciembre de 1867 y esa noche, por primera vez, se presentaba Charles Dickens en un escenario de la metrópoli de los rascacielos leyendo episodios de sus novelas más famosas. Las entradas más caras costaban dos dólares. Para ese entonces, Charles Dickens llevaba ya catorce años ejerciendo de relator de sus propias historias ante el público. La historia de Dickens en los escenarios está maravillosamente recreada por el profesor Malcolm Andrews, en un libro que acabo de devorar y que es una pura delicia: Charles Dickens and His Performing Selves. Hay una deliciosa anécdota que cuenta su hija Mamie: un día, dormitando en el sofá, espiaba con los ojos semicerrados cómo escribía su padre. Advirtió, de pronto, que, a la vez que hacía correr la pluma sobre el papel, hacía muecas, gestos y mascullaba frases entre dientes, mimando aquello que contaba. Siempre creí que las célebres Readings de Dickens eran meras lecturas. Malcolm Andrews demuestra, sobre la base de los incontables testimonios que ha recogido de espectadores que asistieron a sus presentaciones públicas, y de los centenares de artículos y críticas de prensa, que llegó a dar forma a un espectáculo inusitado, en el que el lector, el actor, el mimo y el contador alternaban para dar una versión de las historias que eran, al mismo tiempo, teatro, literatura, tertulia, confesión y hasta farsa y circo. Luego, Dickens aprendió de memoria aquellos textos y casi no ponía los ojos sobre las carpetas, aunque las tenía siempre sobre el pupitre y a veces las cogía y agitaba, para dar mayor énfasis o dramatismo a su actuación. Era un profesional riguroso que ensayaba hasta el agotamiento, corrigiendo cada vez detalles a veces insignificantes –los movimientos de las manos, los silencios, sus balbuceos, tartamudeos, gritos o suspiros–, en busca de la ansiada perfección. El pupitre puede verse todavía en el Museo Dickens de Bloomsbury, en Londres. Los testimonios de los espectadores sobre lo que hacía en el escenario varían, desde luego. Pero casi todos coinciden en que los momentos cumbres de su actuación eran aquellos en que mimaba las voces y los gestos de un grupo de personas en medio de un intercambio intenso de pareceres, una fogosa discusión por ejemplo sobre política, un crimen, un cataclismo o sobre la existencia o inexistencia de fantasmas. Era el 28 de diciembre de 1867 y esa noche, por primera vez, se presentaba Charles Dickens en un escenario de la metrópoli de los rascacielos leyendo episodios de sus novelas más famosas. Las entradas más caras costaban dos dólares. Charles Dickens llevaba ya catorce años ejerciendo de relator de sus propias historias ante el público. Pero el señor Charles Dickens, bajo sus maneras suaves y afectuosas y su sonrisita cariñosa, tenía un carácter de hierro y nadie consiguió doblegar su decisión. La historia de Dickens en los escenarios está maravillosamente recreada por el profesor Malcolm Andrews, en un libro que acabo de devorar y que es una pura delicia: Charles Dickens and His Performing Selves. Hay una deliciosa anécdota que cuenta su hija Mamie: un día, dormitando en el sofá, espiaba con los ojos semicerrados cómo escribía su padre. Siempre se creyó que las célebres Readings de Dickens eran meras lecturas. Malcolm Andrews demuestra, sobre la base de los incontables testimonios que ha recogido de espectadores que asistieron a sus presentaciones públicas, y de los centenares de artículos y críticas de prensa, que llegó a dar forma a un espectáculo inusitado, en el que el lector, el actor, el mimo y el contador alternaban para dar una versión de las historias que eran, al mismo tiempo, teatro, literatura, tertulia, confesión y hasta farsa y circo. Luego, Dickens aprendió de memoria aquellos textos y casi no ponía los ojos sobre las carpetas, aunque las tenía siempre sobre el pupitre y a veces las cogía y agitaba, para dar mayor énfasis o dramatismo a su actuación. Era un profesional riguroso que ensayaba hasta el agotamiento, corrigiendo cada vez detalles a veces insignificantes –los movimientos de las manos, los silencios, sus balbuceos, tartamudeos, gritos o suspiros–, en busca de la ansiada perfección. El pupitre puede verse todavía en el Museo Dickens de Bloomsbury, en Londres. Los testimonios de los espectadores sobre lo que hacía en el escenario varían, desde luego. Pero casi todos coinciden en que los momentos cumbres de su actuación eran aquellos en que mimaba las voces y los gestos de un grupo de personas en medio de un intercambio intenso de pareceres, una fogosa discusión por ejemplo sobre política, un crimen, un cataclismo o sobre la existencia o inexistencia de fantasmas. Las pocas veces que yo me he subido a un escenario a contar una historia he sentido también ese inquietante milagro que es, por un tiempo sin tiempo, encarnar la ficción, ser la ficción. En sus últimas actuaciones, ya con medio cuerpo paralizado, su médico particular, Thomas Beard, y su hijo Charley se sentaban en la primera fila, listos para socorrerlo si –como estaba seguro su médico que ocurriría– se desplomaba en plena función. Cualquier que lo conociera podría estar seguro de que murió feliz.
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